Un día Dios, muy imaginativo, le dio por crear un ser hecho a su imagen y semejanza, un ser al cual le daría la potestad de reproducirse y la administración de un planeta. Pero Dios pensó que sería injusto crear un ser viviente, con conciencia, sentimientos y en parte independiente, sin su consentimiento. Así que Dios creó el alma del primer ser humano y la dotó de inteligencia, para que pudiese entender a lo que se enfrentaba.
―Responde, tú, primer ser humano, ¿quieres vivir?―preguntó Dios. El nuevo ser, maravillado con todo lo que veía, contestó lúcidamente, pues Dios lo había dotado de inteligencia: “¿Cómo podré responderte, oh Creador, si no tengo la experiencia, sin conocer en la práctica lo que es vivir?” Dios, contento con la respuesta, con todo su poder hizo sentir al nuevo ser lo que experimentaría y sentiría existiendo en el mundo. Le hizo ver y sentir el amor y el odio, el placer y el dolor, la riqueza y la pobreza, la esperanza y la fe, la desesperanza y angustia, la alegría y la tristeza, el dolor de perder a un ser amado, la injusticia, la traición, la muerte; en fin, todo lo que conlleva la existencia, pues Dios en su omnisciencia, conocía que de existir el ser humano su vida no sería un paraíso.
El nuevo ser se sintió aterrado y angustiado: no podía decidir. Una parte de lo que sintió le maravillaba pero otra parte le causaba tristeza y una sensación horrible: náusea. Aun así, para el nuevo ser todo aquello no era sino un juego. Era nuevo en el universo y todo lo veía hermoso. Todo para él era digno de experimentar en la realidad. Así que muy emocionado, aunque no del todo seguro, le dijo a Dios: “Decido vivir”. Dios, feliz con la decisión del nuevo ser, le borró su memoria y lo puso en su nuevo hogar: la Tierra. Seguido de eso, se dispuso a correr el plan que redimiría al nuevo ser, mientras en la Tierra éste se arrepentía de haber nacido.
N.O.N.S. 22 de agosto de 2002