jueves, 24 de enero de 2013

El suplantador















A. es un autor de novela policiaca-filosófica, publica bajo seudónimo, B., pero no tiene éxito. Los críticos lo ignoran y escasamente vende varios ejemplares de sus libros. Así que ingenia un plan dividido en dos frentes.
            
El primero consiste en hacerse publicidad por Internet. Crea una identidad falsa y con ella abre una página de fans de B. en Facebook; crea, además, un blog dedicado a B. y bajo distintos nombres escribe diversos comentarios sobre sus libros en Amazon.com. El segundo frente consiste en aprovechar su posición de profesor de literatura para escribir reseñas y ensayos de crítica literaria sobre sus propias novelas, pero publicados con su verdadero nombre.

Con el tiempo, gracias a sus esfuerzos de promoción comienzan a venderse sus novelas y la academia a interesarse por su obra. Logra convertir a B. en un escritor de culto al estilo de un Thomas Pynchon: un escritor leído, respetado tanto por lectores y académicos. Y misterioso. Sus más acendrados fanáticos quieren ver su cara, saber quién es realmente B., pero a A. le gusta ese misterio y no devela su secreto. Además teme que consideren muy poco ético el que él mismo escribiera crítica literaria sobre sus propias novelas, y más aún debido a que se había convertido en el especialista más importante en B., tanto así que impartía una cátedra exclusivamente sobre su obra en una universidad de prestigio.

Debido a esa posición como el exégeta más importante de B., tenía que soportar preguntas de sus admiradores sobre si sabía quién y cómo era B. A. solo se limitaba a responder que, como todos, únicamente conocía a B. a través de sus libros.

Hasta que un día B. gana un importante premio literario y en la ceremonia de premiación se presenta un individuo a recibir el premio. El individuo enseña documentación que, afirmativamente, comprueba que realmente es B., por lo cual se lleva el premio valorado en varios cientos de miles de dólares; además de la fama, ya que comienza a dar entrevistas y a firmar autógrafos.

A., indignado, llama a su editor, pero este no contesta ninguna de sus llamadas. Así que decide ir a la editorial, pero cuando llega al edificio lo ve consumido por las llamas. En el incendio perecieron tanto el editor como los miembros de la junta editorial, quienes eran los únicos que conocían su secreto. Igualmente, en el incendio se quemaron los documentos que podían confirmar que A. era B. A., en un instante, vio cómo todo su trabajo se desmoronaba. Intentó desmentir al suplantador de B., pero los medios noticiosos, además de los fanáticos y académicos, no lo tomaron en serio. Lo tildaron de loco y resentido, de farsante. Un crítico –decían– no podía escribir novelas tan perfectas y perspicaces, tan artísticas, profundas y entretenidas a su vez.

B., o el suplantador que se decía llamar B., terminó demandando a A. por difamación e intento de suplantación de identidad. A. no pudo defenderse. Los herederos de su editor y de los miembros de la junta editorial no lo conocían y la prueba que podía confirmar que él era B. pereció en el incendio, incluidas las computadoras y, curiosamente, todos los archivos digitales, incluyendo los correos electrónicos entre A. y su editor.

El día que fallaron la sentencia, la cual consistía en indemnizar con unos 300 mil dólares por razón de daños y perjuicios a B., A. salió del tribunal todo turbado, solo quería llegar a su casa y no salir nunca de ella.

Nunca se supo más de él. Los rumores son que A. se autodesterró y cambió de identidad, o que incluso murió, tal vez por su propia mano. Lo cierto es que en la actualidad se desconoce su paradero. De más está decir que los admiradores de B. celebraron la desaparición del idiota ese que se quería hacer pasar por su escritor favorito. 

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