Lo que sigue a continuación es un artículo tipo crónica
escrito por Manuel Abreu Adorno a partir de la muerte de Julio Cortázar el 12
de febrero de 1984. Abreu Adorno escribe sobre la relación intermitente que
mantuvo con Julio Cortázar, uno de sus escritores favoritos. Irónicamente,
Manuel Abreu Adorno moriría meses más tarde, el 25 de octubre de ese mismo año.
Este artículo se publicó póstumamente en la Revista
del Instituto de Cultura Puertorriqueña entre julio y septiembre de 1985,
por lo cual, al publicarse, un muerto nos hablaba sobre otro muerto. Lo dejo
por aquí como tributo tanto a Cortázar como a Abreu Adorno, en conmemoración de
los 30 años de sus respectivas muertes, acaecidas ambas en el año 1984, cuando
Cortázar contaba con 69 años y Abreu con 29.
Julio
Cortázar: las claves misteriosas de
algunos encuentros y desencuentros
POR MANUEL ABREU ADORNO
Fue
en San Juan que recibí la noticia de la muerte de Julio Cortázar. El 14 de
febrero, día de San Valentín, de los enamorados, al mismo tiempo que me llegaba
un telegrama desde París de mi querida compañera Frederick, me enteraba, a
través de la prensa local, del fallecimiento del gran escritor argentino.
Curiosamente, tal vez porque la vida precisa de esas antítesis, un telegrama de
felicitación, de amor, se yuxtaponía al funesto parte de prensa, al obituario
de rutina proveniente de los servicios de información de la “United Press
International”.
La primera reacción fue, claro está,
de incredulidad, porque, para los hombres, la muerte, la desaparición física,
la ausencia definitiva de un ser, resulta una dimensión ininteligible, sin
punto de referencia o medida posible. Inaceptable, de plano, la muerte nos
obliga a captarnos como incapaces de concebir esa fuga, ese viaje final, esa
deserción, ese éxodo inesperado. Lo único verdaderamente cierto, irrefutable,
irrebatible, la muerte, se presenta como fenómeno alógeno, extraño,
desconocido. No obstante, es lo único que conocemos como destino último, y al
mismo tiempo se nos escapa, nos rebasa, se manifiesta como condición
antinatural, irracional, inconmensurable. Imposible reconocerse en la muerte,
identificarse en la nada, proyectarse en el vacío. Pero ahí está; ese hombre
alto y grande, de aspecto y espíritu juvenil, juguetón y serio, brillante e
ingenuo, uno de los más extraordinarios cuentistas del siglo XX, cronopio mayor
y amigo generoso, conversador apasionante, viajero infatigable y fantasioso. Y
ya no está. El autor de Rayuela daba
un salto decisivo sobre lo telúrico hacia lo estelar. El azar, lo fortuito, lo
mágico, lo incondicionado, inscribían en ese inexorable decurso concluyente su
potencia causal. Por fin las dicotomías falsas entre vigilia y sueño, realidad
y ficción, objetividad y subjetividad, lo cierto y lo falso, lo bueno y lo
malo, quedaban abolidas. Se marchó en el último Metro para hacer un trayecto
interminable. Y allí en el Boulevard St. Germain, en la esquina de Odéon, lo vi
partir para siempre, una cálida noche de agosto, a la salida de un restaurante
donde habíamos cenado junto a otros amigos.
A los 18 años leí por primera vez un
relato de Cortázar, de su libro Final del
juego, como parte de las lecturas obligadas para la asignatura de español
en la escuela superior. Para mí fue un gran descubrimiento, una poderosa
revelación de algo que hasta entonces no había experimentado en mis lecturas
adolescentes; el juego ingenioso, el humor sutil, contribuían sustancialmente
al placer del texto, al goce de la complicidad en la lectura. Cortázar me hacía
sentir una profunda alegría a través de esa jubilosa fabulación que articulaba
magistralmente en sus cuentos. Esa identificación inmediata con una dimensión
de la literatura que hasta ese momento me había sido vedada, me convirtió
rápidamente en un asiduo y voraz lector de su obra, por no decir fanático. A
Cortázar le debo esa noción de la literatura como objeto placentero, como
lúdica representación verbal de una frescura infantil permanente, como
prodigiosa experiencia creativa que involucra al lector irremediablemente, como
continuo experimento formal que no se agota. Le debo también su rigor y
honestidad intelectual, su aguda sensibilidad de lo moderno y contemporáneo, la
amplitud y diversidad de sus inquietudes, la gran riqueza de sus opciones
literarias y culturales, la apertura sensorial y racional a otra realidad
diferente de la que comúnmente conocemos. La obra de Cortázar fue, es y será
siempre, para el entonces incipiente y ahora joven escritor que esto le dedica
póstumamente, con admiración y respeto, una provocación, un estímulo, una
incitación a la creación. Cortázar (ese escritor “amateur”) es punto de
partida: propulsor, generador, inspirador; lugar de encuentro: agitador,
desafiador, confabulador. Si algún cumplido se le puede rendir a la obra de un
escritor (y esto lo hago con la obra de Cortázar), es haber tenido la facultad
de modificar, alterar, transformar, de modo sustancial o parcial, las
percepciones, categorías, actitudes y conductas de un lector.
Siendo yo entonces estudiante en
Barcelona, mi buen amigo y poeta catalán Joaquín Marco, me dio la dirección de
Cortázar en París, pues yo preparaba un viaje a la capital francesa en la
primavera de 1976. Le escribí, enviándole unos poemitas y para proponerle un
encuentro, y sorpresivamente recibí una tarjeta suya con una fotografía de una
película de Drácula y el siguiente comentario en inglés al interior: “There’s something
about you that I need”. En la foto aparecía Drácula próximo a besarle el cuello
a una bella e indefensa mujer en ropa de dormir. Me comentó que desgraciadamente
partía de viaje hacia Cuba y Costa Rica y que no podríamos vernos, por lo
tanto, en París. Asimismo indicó su gratitud por el envío de los poemas y admitió
haberle gustado mucho uno que yo había dedicado al Che Guevara. Ese fue mi
primer contacto epistolar con Cortázar que luego se ensancharía con futuras
cartas.
Transcurrieron varios años, y en
el otoño de 1978, encontrándome en París como estudiante y acabando de publicar
mi primer libro de cuentos, decidí escribirle para obsequiarle el libro e
intentar nuevamente la concertación del anhelado encuentro. Unas semanas
después recibí una cartita suya, en extremo elogiosa, donde expresaba su
entusiasmo por mis cuentos, señalándome otra vez que debido a un próximo viaje
que iba a hacer, no podríamos reunirnos hasta pasadas las Navidades. No creo
que jamás haya sentido tal satisfacción (desde el punto de vista de mi obra
literaria) como al recibir su carta. Esa carta de Cortázar, de noviembre de
1978, se encuentra entre las cartas más importantes que me han dirigido en toda
mi vida.
Volví a escribirle agradeciéndole
su carta y para fijar una cita pero sus viajes frecuentes y sus múltiples
compromisos hacían el proyecto irrealizable. Y una noche, habiendo transcurrido
un tiempo considerable, decidí ir a una actividad en la Sorbona en apoyó la
campaña de alfabetización que lanzaba el recién constituido gobierno sandinista
de Nicaragua. Cuando entré al anfiteatro, todavía no había comenzado la
actividad, y mirando hacia la primera fila lo divisé conversando con un amigo
mutuo, el escritor paraguayo Rubén Bareiro-Saguier. No pude contener la emoción
y me apresuré a saludarlo, estrechando la mano de Rubén primero y luego
presentándome directamente a él. “Se acuerda de mí, yo soy fulano de tal, etc…”
“Sí, desde luego, usted me ha escrito varias cartas y yo le he respondido
algunas. Sí, recuerdo que me envió su libro de cuentos y que yo le escribí una
carta sobre el mismo. ¿Qué está escribiendo ahora? Me parece muy bien. Hay más
posibilidades de publicación para una novela que para un libro de cuentos…” Y
yo estaba tan nervioso que casi no presté atención cuando me presentó a su
esposa, la escritora Carol Dunlop (fallecida hace más de un año), que siendo
mucho más baja de estatura que él sin embargo parecía corresponderle
perfectamente. Me retiré, habiéndome quedado corto de palabras, repentinamente
enmudecido por la excitación.
Volví a escribirle algunos días
después de aquel encuentro breve pero muy gratificador para mí. Le pedí una
entrevista donde hablara de Puerto Rico, de su problema político en relación al
resto de América Latina. No contestó a mi carta. Impulsado por el deseo de
volver a verlo, le había propuesto, como excusa, la entrevista y el artículo
periodístico. Sin embargo, también creía importante y necesario informarlo más
sobre Puerto Rico, y la entrevista serviría a ese propósito.
Algunos meses después,
encontrándome en una manifestación de solidaridad con El Salvador y los demás
países centroamericanos, lo vi varios minutos antes de comenzar la marcha. Y
allí en la Bastilla dentro de un café atestado de manifestantes, tuve un
segundo encuentro directo con él. Lo saludé nuevamente, recordándole quién era.
“Sí, claro, ¿cómo te va? Pero yo creía que estabas en Puerto Rico…” “No, sigo
en París…” “¡Muy bien! Tendremos oportunidad de reunirnos con Saúl Yurkievich
próximamente… Me alegra verte en estas actividades…” Le dije que hablaría con
nuestro mutuo amigo Saúl Yurkievich para reunirnos en las próximas semanas.
“Muy bien, ponte de acuerdo con él y que me llame”, dijo estrechando mi mano.
En efecto, hablé con Saúl pero nunca logramos ponernos de acuerdo al respecto.
Tal parecía que estaba destinado a ver a Cortázar, a encontrármelo, por un azar
concurrente, por una casualidad imprevisible o por pura coincidencia de afanes
en el terreno político social. Eso correspondía a él y a su obra; lo
incondicionado, lo fortuito, determinaban nuestros encuentros y desencuentros.
Una cita formal, planificada, oficializada, resultaría probablemente aburrida
tanto para él como para mí. El “mágico encuentro” en el Metro de París (siempre
lo busqué en el Metro y por eso nunca lo encontré) no podía ser posible; era
demasiado literario, imaginable. La trama era otra entre nosotros.
Al cabo de un tiempo, volví a
verlo, esta vez en el Palacio de Chaillot, en Trocadero, al final de una
lectura de poemas de Saúl Yurkievich. Otra vez, sin quererlo, sin buscarlo, me
topaba con el gran escritor argentino, ahora visiblemente afligido por la
reciente muerte de su esposa Carol. Me reiteró su interés de reunirnos después
de un viaje que iba a realizar en esos días de noviembre de 1982. Luego supe
cuáles habían sido las circunstancias del fallecimiento de su compañera y me
sentí avergonzado por haberle propuesto imprudentemente que nos reuniéramos,
estando él profundamente abatido por una pérdida reciente.
Unos meses más tarde, mientras se
celebraban las jornadas nacionales de poesía en Francia, en 1983, el Centro Nacional
de Arte y Cultura Georges Pompidou, organizó una lectura de poesía
latinoamericana con la participación de Cortázar entre otros. Mi buen amigo y
excelente poeta boliviano Eduardo Mitre, me invitó a acompañarlo a la lectura.
Tratándose de una actividad donde participaba Cortázar, accedí sin vacilación.
Yo había escuchado varios discos donde Cortázar, con su acento francófono, leía
algunos textos suyos, pero nunca lo había escuchado en persona. Confieso que
fue conmovedora su participación aunque desde el punto de vista estrictamente
poético sus textos fueron algo decepcionantes. Cortázar nunca se destacó como
poeta propiamente (aunque la poesía asoma en algunas de las más memorables
páginas de Rayuela al igual que en muchos
otros textos suyos) y su lectura de un poema dedicado a su esposa muerta y de
otro dedicado a la Nicaragua sandinista, me pareció matizada de un
sentimentalismo bastante ingenuo. No obstante, desde el punto de vista
afectivo, transmitió su pena, su dolor frente a la ausencia de la mujer que
amaba, y manifestó su entusiasmo, mezcla de esperanza y combatividad, por la Revolución
Nicaragüense. Yo había decidido no acercármele otra vez, al finalizar la
actividad, porque si algo quería comunicarle sólo podía hacerlo a través de mi
obra, es decir, obsequiándole un nuevo libro. Ese era mi mayor tributo y la
muestra más elocuente de mi simpatía por él y su obra. Desgraciadamente, tenía
una novela, inédita, y por eso no hallaba en realidad ningún motivo válido para
volver a abordarlo directamente. Quería poder tener mi primera novela, lista,
publicada, para ofrecérsela. Desistí entonces de todo intento de contacto con
él hasta tanto no tuviera otro libro que entregarle. Me marché de la lectura
convencido de que algún día, en un futuro no muy lejano, podría entregarle un
ejemplar de mi próxima obra de carácter narrativo.
En junio de 1983, el Instituto
Internacional de Literatura Iberoamericana, celebró su congreso anual en la
sede de la UNESCO en París. Como parte de las actividades del congreso, se
llevaron a cabo lecturas y charlas de destacados escritores latinoamericanos.
En la Maison de l’Amérique Latine, en el Boulevard St. Germain, se celebró una
lectura donde participaron la escritora uruguaya Cristina Peri Rossi, Cortázar
y el poeta Montes de Oca. Fui a la lectura, en una acogedora y pequeña sala
atiborrada de público, y de pie, al fondo, lo escuché leer tres textos suyos,
de carácter narrativo, incluyendo uno de su delicioso libro Historia de cronopios y famas. Lo miré, intercambiamos miradas brevemente,
me sonrió reconociendo mi presencia entre el nutrido grupo de oyentes. Teniendo
la oportunidad, por el reducido espacio de la sala y por la naturaleza íntima
de la lectura, de saludarlo y estrecharle la mano, decidí que era mejor esperar
al momento cuando tuviera verdaderamente algo que decirle. Salí muy complacido
con su lectura, por la frescura infantil que todavía, a pesar de sus 69 años,
conservaba.
Una tarde de agosto, particularmente
calurosa, me encontraba sentado en la terraza de un café frente al Fontaine des
Innocents en el Quartier Les Halles, en pleno centro de París. Tomaba una
cerveza y observaba el desfile de gente, la procesión de turistas de todas
partes del mundo que para esa fecha invaden la ciudad. Una muchacha se me
acercó y me habló en español: “¿Tú no eres Manuel Abreu?”, me preguntó con una
duda genuina pintada en su cara. “Sí, por qué”, respondí examinando su rostro.
“Tú no te acuerdas de mí pero nos conocimos en el Viejo San Juan hace varios
años, en el Bar “El Batey”, yo soy la amiga de Ricardo…” Le dije cortésmente
que desde luego que me acordaba (era una muchacha muy guapa) aunque me tomó
varios minutos ubicarla. Andaba con una amiga, también puertorriqueña, de viaje
por Europa. Fue una sorpresa muy grata y decidí darles un “tour” por el Barrio
Latino, como se debe hacer en tales circunstancias. Y una vez salimos de la
librería “Shakespeare and Co.” escuché que alguien me llamó, “Manolito”, desde
la terraza de un café cercano. Era Manuel Maldonado Denis, el destacado
sociólogo puertorriqueño, que estaba acompañado de Juan Manuel García
Passalaqua y de sus respectivas esposas. Lo insólito; encontrarse con seis
puertorriqueños en las calles de París en una misma tarde, me sucedía por
primera vez. Los saludos cordiales, las presentaciones de rigor, y luego
fijamos una cita para el día siguiente en su hotel de la rue l’Odéon. Manolín
me anuncia que está de paso por París, que viene junto a García Passalaqua de
un congreso en España. Me dice que va a ver a Ángel Rama en la tarde y que en
la noche ha invitado a cenar a Julio Cortázar, con quien trabó amistad en La
Habana en 1965. Quedo generosamente invitado a acompañarlos a ambos
compromisos, sin ser capaz de sospechar que esos dos hombres, poco tiempo
después, estarían ambos muertos.
Visitamos a Rama, un hombre
cordial, intenso, y que lucía algo cansado y enfermo (había sido operado del
corazón y expulsado de los Estados Unidos). La conversación fue ágil y amena y
se habló de los amigos comunes, del caso del Cerro Maravilla, de las razones de
su expulsión arbitraria de los Estados Unidos, de las posibilidades de Puerto
Rico de entrar a la UNESCO, entre otros temas. Nos despedimos y yo le prometí
que lo llamaría para reunirnos en otra ocasión. Esa reunión no tuvo lugar,
aunque sí hablamos por teléfono en dos o tres ocasiones y yo le envié por
correo un ejemplar de mi libro de cuentos. Tres meses después, Rama y su esposa
Marta Traba, fallecían en un accidente aéreo en Madrid. En el mismo accidente
perdía la vida también el conocido escritor peruano Manuel Scorza.
A las siete de la tarde
esperábamos a Cortázar en la terraza del café George Killian’s Tavern, frente
al hotel donde se hospedaban Maldonado Denis, García Passalaqua y sus
respectivas esposas. Yo fui quien primero lo vio venir bajando por la rue de
l’Odéon. Le hice una señal con la mano y se acercó lentamente, con su “Le
Monde” bajo el brazo, hacia donde estábamos sentados. Después de saludarnos, se
sentó al extremo de la mesa, frente a mí. Habló de su salud, de una enfermedad
epidérmica que lo aquejaba, de su edad avanzada, como el que empieza a sentir
los achaques de la vejez y tiene que acostumbrarse y resignarse. Algunos
minutos después llegaron las respectivas esposas de Manolín y García Passalaqua
y lo saludaron respetuosamente algo intimidadas, tal vez, por la enorme fama
del novelista gigante y barbudo. Cortázar pidió un jugo de tomate y nosotros unos
whiskies con hielo, mientras se ultimaban los detalles de su proyectado viaje a
Puerto Rico, invitado por la Fundación Ana G. Méndez que García Passalaqua
representaba legalmente. Firmó el contrato sin leerlo y se discutió acerca del
visado, de los problemas con la aduana norteamericana en San Juan, de las
gestiones y trámites que debían hacerse en la Embajada de Estados Unidos en
París. Luego él procedió a autografiar, a dedicar algunos ejemplares de sus
libros que Maldonado Denis había traído de su habitación en el hotel. Se le
entregaron varios libros de literatura puertorriqueña y el libro Puerto Rico: una interpretación
histórico-social, del propio Maldonado Denis. Dio las gracias sinceramente
y prometió que los leería con mucho gusto.
Yo sugerí el restaurante “La
Vagenende”, en el Boulevard St. Germain, que por su decoración “belle epoque”,
su buen servicio y sus precios razonables, más la calidad de su cocina, me
pareció un lugar ideal para cenar con suficiente calma e intimidad. Y nos
dirigimos a pie al restaurante cercano, Manolín y yo escoltándolo, en cierto
modo, mientras que el resto del grupo iba un tanto rezagado con la lentitud característica
del que no está acostumbrado a un ritmo urbano vertiginoso.
Le dije que había terminado una
novela en esos días, mi segunda, y que me sentía bastante satisfecho con los
resultados finales. Me preguntó si ya tenía editor para la misma y le respondí
que mis amigos en Barcelona iban a ayudarme a publicarla. Tal parecía que él
quería ofrecerme su ayuda en ese sentido pero me sentí un tanto avergonzado y
le respondí que conseguiría un editor sin problema (no fue así). Hablamos de
las novelas extensas, de Terra Nostra
de Carlos Fuentes, de esa tendencia actual a la novela voluminosa, de fondo
histórico, como El nombre de la rosa
de Umberto Eco.
Entramos al restaurante y nos
sentamos en una mesa del fondo, a la izquierda. Cortázar se sentó a mi lado,
entre la esposa de Manolín, Alma, y yo. Frente a nosotros estaban, de izquierda
a derecha, García Passalaqua, su esposa y Manolín. Se ordenaron aperitivos,
Vermouth, creo, y se pidió la lista de vinos. Cortázar seleccionó un vino tinto
que iba muy bien con el “Faux filet” con papas fritas que había seleccionado.
Todos pedimos lo mismo, en su nombre, y la conversación se inició con una discusión entre Manolín y Juan Manuel
acerca de cuál era el mejor hotel de San Juan para hospedar a Cortázar. La
decisión, sin duda, estaba entre el Caribe Hilton y El Convento. Luego se evocó
la figura mítica de Roberto Clemente y yo hablé de la alienación a través del
deporte. Cortázar estuvo de acuerdo conmigo y citó el caso del Mundial de Fútbol
en Argentina. La “boricuada”, aquella conversación desabrida, un tanto
incoherente y heterogénea (se pasaba de Clemente a la junta militar argentina
sin transición) parecía una de esas ensaladas criollas, burundanga tropical y
caribeña, que sólo nosotros sabemos apreciar. Se habló de Rayuela, de El libro de
Manuel; se hicieron preguntas a propósito de ambas novelas. Él respondió
con mucha delicadeza (¡cuántas veces no le habían formulado las mismas
preguntas!) demostrando su naturaleza refinada y generosa. A ratos, entre
Manolín, Juan Manuel y el que esto escribe, parecía reproducirse algún debate
dominical de los de “Cara a cara ante el país” (ante Cortázar en esta ocasión,
espectador y moderador al mismo tiempo) por lo indisimulable y vehemente de
nuestras divergencias, expresadas con briosa cordialidad, sobre la realidad
puertorriqueña. Se habló, a renglón seguido, de Centroamérica, de Nicaragua, de
la intervención de los Estados Unidos en la zona, de la posibilidad de una
invasión directa a la luz de los acontecimientos en Granada. Él relató alguna
que otra anécdota curiosa (en una ocasión, encontrándose en Nuevo México, firmó
su autógrafo sobre un billete de un dólar) y yo elogié su trabajo como
traductor (sobre todo las traducciones de la obra de Poe, que fueron publicadas
en Puerto Rico por primera vez), poco conocido por los allí presentes. La
“batalla de la lengua” en Puerto Rico ocupó nuestra atención durante varios
minutos. Éramos hispanoparlantes porque habíamos resistido la asimilación
lingüística que se nos había impuesto. Yo hablé de Cuba, del español que se
habla y se escribe en esa isla, como uno de los más ricos en todo el ámbito
hispanófono. Cortázar estuvo de acuerdo y añadió: “Y que tiene su más grande
exponente en Lezama Lima”. “Exactamente”, le respondí muy complacido.
“Hablaremos de él la próxima vez que nos reunamos, con Saúl”, dijo para
terminar.
Había mucha gente en el Boulevard
St. Germain esa noche. Caminamos en dirección de Odéon, donde él tomaría el
Metro hasta Chateau d’Eau, que era la estación más cercana a su casa en el
número 4 de la rue Martel. Yo tenía otra cita esa noche y me despedí con mucha
prisa pues ya estaba retrasado. Le di la mano a Manolín, a Cortázar, que me
dijo: “Hasta la próxima vez, cuando nos reunamos con Saúl”. Me despedí de Juan
Manuel, de las respectivas esposas y agradecí la invitación y la cena y me
marché por la callecita St. Gregoire de Tours muy contento, eufórico casi,
seguro de que volvería a verlo. Y él entonces se marchó con el último Metro
para hacer un trayecto interminable. Y allí, en el Boulevard St. Germain, en la
esquina de Odéon, lo vi partir para siempre, una cálida noche de agosto, a la
salida de un restaurante donde habíamos cenado junto a otros amigos.
Publicado originalmente en
Revista del
Instituto de Cultura Puertorriqueña.
Año XXIV, núm. 89, julio-sept 1985. Págs. 57-62
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