Le quedaba poco tiempo, lo sabía. Se le agudizaba el dolor de pecho, las palpitaciones se le hacían más frecuentes, tenía el brazo izquierdo adormecido, y le dolía. Caminaba lo más rápido que podía, que era lento, para llegar a su objetivo y así morir en paz, si es que eso era lo que sucedería, si los dolores que sentía eran preludios a la muerte.
Avanzaba por el Paseo Atocha, agarrándose el brazo izquierdo, en ocasiones el pecho, sudando, sufriendo el intenso sol. Miraba a la gente; la gente lo miraba, extrañadas, con miradas despectivas, en ocasiones de asco, otras de hipócrita compasión. Pero él avanzaba, poco le importaba lo que pensaran de él. El mundo, terrible para él, ellos, nunca le habían dado nada, sólo sufrimiento. Recordaba, en flashes, su atormentada infancia, los niños que no lo aceptaban, que lo maltrataban. Recordaba los maestros que lo odiaban sin motivo alguno. “Es tu actitud”, decían. Recordaba las burlas de las chicas, su primera relación sexual con una prostituta, sus noviazgos y matrimonios, todos fracasados, las veces que lo hicieron cornudo, las ocasiones en que él las hizo cornudas. Recordaba la universidad, su indecisión por la vida, los trabajos, la carga de ser esclavo, de ganarse el salario mínimo que lo condenaba a una vida mínima, sin lujos, sin viajar, que era su sueño. Recorría el paseo, observaba las tiendas abarrotadas de gente, veía las chicas hermosas, vedadas para él. Asco era lo que sentía. Asco por decepción, por la incapacidad para pertenecer. El era un extranjero, un apéndice que puede ser cortado, prescindible, superfluo. Entonces lo vio, vio el gigantesco cartel pegado arriba de la puerta de la iglesia: “Pare de sufrir”, decía, y en el suelo, sentado, estaba el ser más decrépito que había visto en su vida: sucio, con los cabellos largos enredados, barbudo, con la ropa gastada, apestoso, su piel podrida en sarna; un esqueleto viviente, con la mirada ida, mirando en su mente algo que faltaba frente a él, en el mundo.
Se detuvo lelo, mirando el cartel, y no pudo contenerlo. Sintió un estremecimiento en todo su cuerpo, mayormente en el tórax. Su cuello se puso rígido, y vomitó. Vomitó allí, en el paseo, entre la gente plástica que compraba en las tiendas, entre el bon zarrapastroso, entre la iglesia y su “Pare de sufrir”.
“Me falta poco”, se decía, “tengo que llegar”. Estaba mareado. El dolor seguía agudizándose. La gente, alrededor, lo miraba con repugnancia.
Siguió su camino. Cruzó la calle, sin mirar, y escuchó el ruido de la frenada. “Fíjate cabrón”. Pero continuó camino a su destino, intuyendo que le faltaba poco, que el final era inminente.
Pasaron pocos minutos, para él eternos. Estaba empapado en sudor, el dolor continuaba acentuándose, se sentía débil, mareado. Su estómago estaba revuelto. Pero por fin divisó su destino. Aceleró el paso. Hurgó en los bolsillos de su pantalón, buscando la llave. Su cara mostraba desesperación. Tenía que llegar, allí estaba lo único que le importaba, su único refugio al nauseabundo mundo. Tenía que terminar lo que había comenzado. No se podía morir así, sin descubrir el secreto.
Llegó a la puerta nervioso, desesperado, tratando de amortiguar el dolor pensando en lo que habría detrás de la puerta. Las llaves se le corrían de las manos. “Vamos, vamos”, decía, “carajo”. Pero por fin encontró la llave.
Empujó la puerta con potencia, sacando fuerzas de donde no tenía, inconscientes. El dolor se agudizó. Se agarró con fuerza el pecho. Le dolía tanto que su campo visual disminuía. Sintió otra vez el estremecimiento del cuerpo, lo caliente, lo ácido, y un chorro de vómito salió de su boca. Se limpió con los brazos y continuó andando, a su destino. Se sentó en la silla, frente al escritorio, y sacando fuerzas, peleando contra la muerte, satisfizo su deseo, terminó lo que había comenzado, desentrañó el misterio. Leyó:
…Pero uno de los señores acababa de agarrarle por la garganta; el otro le hundió el cuchillo en el corazón y se lo volvió a hundir dos veces más. Con los ojos moribundos, vio todavía a los señores inclinados muy cerca de su rostro, que observaban el desenlace mejilla contra mejilla.
— ¡Como un perro! —dijo; y era como si la vergüenza debiera sobrevivirle.
“Como un perro” — repitió él— y murió, conociendo el misterio, el final del libro, de El proceso.
15 de febrero de 2004
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