domingo, 5 de octubre de 2014

De un muerto para otro muerto: Manuel Abreu Adorno sobre Julio Cortázar


Lo que sigue a continuación es un artículo tipo crónica escrito por Manuel Abreu Adorno a partir de la muerte de Julio Cortázar el 12 de febrero de 1984. Abreu Adorno escribe sobre la relación intermitente que mantuvo con Julio Cortázar, uno de sus escritores favoritos. Irónicamente, Manuel Abreu Adorno moriría meses más tarde, el 25 de octubre de ese mismo año. Este artículo se publicó póstumamente en la Revista del Instituto de Cultura Puertorriqueña entre julio y septiembre de 1985, por lo cual, al publicarse, un muerto nos hablaba sobre otro muerto. Lo dejo por aquí como tributo tanto a Cortázar como a Abreu Adorno, en conmemoración de los 30 años de sus respectivas muertes, acaecidas ambas en el año 1984, cuando Cortázar contaba con 69 años y Abreu con 29.

Julio Cortázar: las claves misteriosas de
 algunos encuentros y desencuentros

POR MANUEL ABREU ADORNO


Fue en San Juan que recibí la noticia de la muerte de Julio Cortázar. El 14 de febrero, día de San Valentín, de los enamorados, al mismo tiempo que me llegaba un telegrama desde París de mi querida compañera Frederick, me enteraba, a través de la prensa local, del fallecimiento del gran escritor argentino. Curiosamente, tal vez porque la vida precisa de esas antítesis, un telegrama de felicitación, de amor, se yuxtaponía al funesto parte de prensa, al obituario de rutina proveniente de los servicios de información de la “United Press International”.

            La primera reacción fue, claro está, de incredulidad, porque, para los hombres, la muerte, la desaparición física, la ausencia definitiva de un ser, resulta una dimensión ininteligible, sin punto de referencia o medida posible. Inaceptable, de plano, la muerte nos obliga a captarnos como incapaces de concebir esa fuga, ese viaje final, esa deserción, ese éxodo inesperado. Lo único verdaderamente cierto, irrefutable, irrebatible, la muerte, se presenta como fenómeno alógeno, extraño, desconocido. No obstante, es lo único que conocemos como destino último, y al mismo tiempo se nos escapa, nos rebasa, se manifiesta como condición antinatural, irracional, inconmensurable. Imposible reconocerse en la muerte, identificarse en la nada, proyectarse en el vacío. Pero ahí está; ese hombre alto y grande, de aspecto y espíritu juvenil, juguetón y serio, brillante e ingenuo, uno de los más extraordinarios cuentistas del siglo XX, cronopio mayor y amigo generoso, conversador apasionante, viajero infatigable y fantasioso. Y ya no está. El autor de Rayuela daba un salto decisivo sobre lo telúrico hacia lo estelar. El azar, lo fortuito, lo mágico, lo incondicionado, inscribían en ese inexorable decurso concluyente su potencia causal. Por fin las dicotomías falsas entre vigilia y sueño, realidad y ficción, objetividad y subjetividad, lo cierto y lo falso, lo bueno y lo malo, quedaban abolidas. Se marchó en el último Metro para hacer un trayecto interminable. Y allí en el Boulevard St. Germain, en la esquina de Odéon, lo vi partir para siempre, una cálida noche de agosto, a la salida de un restaurante donde habíamos cenado junto a otros amigos.

            A los 18 años leí por primera vez un relato de Cortázar, de su libro Final del juego, como parte de las lecturas obligadas para la asignatura de español en la escuela superior. Para mí fue un gran descubrimiento, una poderosa revelación de algo que hasta entonces no había experimentado en mis lecturas adolescentes; el juego ingenioso, el humor sutil, contribuían sustancialmente al placer del texto, al goce de la complicidad en la lectura. Cortázar me hacía sentir una profunda alegría a través de esa jubilosa fabulación que articulaba magistralmente en sus cuentos. Esa identificación inmediata con una dimensión de la literatura que hasta ese momento me había sido vedada, me convirtió rápidamente en un asiduo y voraz lector de su obra, por no decir fanático. A Cortázar le debo esa noción de la literatura como objeto placentero, como lúdica representación verbal de una frescura infantil permanente, como prodigiosa experiencia creativa que involucra al lector irremediablemente, como continuo experimento formal que no se agota. Le debo también su rigor y honestidad intelectual, su aguda sensibilidad de lo moderno y contemporáneo, la amplitud y diversidad de sus inquietudes, la gran riqueza de sus opciones literarias y culturales, la apertura sensorial y racional a otra realidad diferente de la que comúnmente conocemos. La obra de Cortázar fue, es y será siempre, para el entonces incipiente y ahora joven escritor que esto le dedica póstumamente, con admiración y respeto, una provocación, un estímulo, una incitación a la creación. Cortázar (ese escritor “amateur”) es punto de partida: propulsor, generador, inspirador; lugar de encuentro: agitador, desafiador, confabulador. Si algún cumplido se le puede rendir a la obra de un escritor (y esto lo hago con la obra de Cortázar), es haber tenido la facultad de modificar, alterar, transformar, de modo sustancial o parcial, las percepciones, categorías, actitudes y conductas de un lector.

Siendo yo entonces estudiante en Barcelona, mi buen amigo y poeta catalán Joaquín Marco, me dio la dirección de Cortázar en París, pues yo preparaba un viaje a la capital francesa en la primavera de 1976. Le escribí, enviándole unos poemitas y para proponerle un encuentro, y sorpresivamente recibí una tarjeta suya con una fotografía de una película de Drácula y el siguiente comentario en inglés al interior: “There’s something about you that I need”. En la foto aparecía Drácula próximo a besarle el cuello a una bella e indefensa mujer en ropa de dormir. Me comentó que desgraciadamente partía de viaje hacia Cuba y Costa Rica y que no podríamos vernos, por lo tanto, en París. Asimismo indicó su gratitud por el envío de los poemas y admitió haberle gustado mucho uno que yo había dedicado al Che Guevara. Ese fue mi primer contacto epistolar con Cortázar que luego se ensancharía con futuras cartas.

Transcurrieron varios años, y en el otoño de 1978, encontrándome en París como estudiante y acabando de publicar mi primer libro de cuentos, decidí escribirle para obsequiarle el libro e intentar nuevamente la concertación del anhelado encuentro. Unas semanas después recibí una cartita suya, en extremo elogiosa, donde expresaba su entusiasmo por mis cuentos, señalándome otra vez que debido a un próximo viaje que iba a hacer, no podríamos reunirnos hasta pasadas las Navidades. No creo que jamás haya sentido tal satisfacción (desde el punto de vista de mi obra literaria) como al recibir su carta. Esa carta de Cortázar, de noviembre de 1978, se encuentra entre las cartas más importantes que me han dirigido en toda mi vida.

Volví a escribirle agradeciéndole su carta y para fijar una cita pero sus viajes frecuentes y sus múltiples compromisos hacían el proyecto irrealizable. Y una noche, habiendo transcurrido un tiempo considerable, decidí ir a una actividad en la Sorbona en apoyó la campaña de alfabetización que lanzaba el recién constituido gobierno sandinista de Nicaragua. Cuando entré al anfiteatro, todavía no había comenzado la actividad, y mirando hacia la primera fila lo divisé conversando con un amigo mutuo, el escritor paraguayo Rubén Bareiro-Saguier. No pude contener la emoción y me apresuré a saludarlo, estrechando la mano de Rubén primero y luego presentándome directamente a él. “Se acuerda de mí, yo soy fulano de tal, etc…” “Sí, desde luego, usted me ha escrito varias cartas y yo le he respondido algunas. Sí, recuerdo que me envió su libro de cuentos y que yo le escribí una carta sobre el mismo. ¿Qué está escribiendo ahora? Me parece muy bien. Hay más posibilidades de publicación para una novela que para un libro de cuentos…” Y yo estaba tan nervioso que casi no presté atención cuando me presentó a su esposa, la escritora Carol Dunlop (fallecida hace más de un año), que siendo mucho más baja de estatura que él sin embargo parecía corresponderle perfectamente. Me retiré, habiéndome quedado corto de palabras, repentinamente enmudecido por la excitación.

Volví a escribirle algunos días después de aquel encuentro breve pero muy gratificador para mí. Le pedí una entrevista donde hablara de Puerto Rico, de su problema político en relación al resto de América Latina. No contestó a mi carta. Impulsado por el deseo de volver a verlo, le había propuesto, como excusa, la entrevista y el artículo periodístico. Sin embargo, también creía importante y necesario informarlo más sobre Puerto Rico, y la entrevista serviría a ese propósito.

Algunos meses después, encontrándome en una manifestación de solidaridad con El Salvador y los demás países centroamericanos, lo vi varios minutos antes de comenzar la marcha. Y allí en la Bastilla dentro de un café atestado de manifestantes, tuve un segundo encuentro directo con él. Lo saludé nuevamente, recordándole quién era. “Sí, claro, ¿cómo te va? Pero yo creía que estabas en Puerto Rico…” “No, sigo en París…” “¡Muy bien! Tendremos oportunidad de reunirnos con Saúl Yurkievich próximamente… Me alegra verte en estas actividades…” Le dije que hablaría con nuestro mutuo amigo Saúl Yurkievich para reunirnos en las próximas semanas. “Muy bien, ponte de acuerdo con él y que me llame”, dijo estrechando mi mano. En efecto, hablé con Saúl pero nunca logramos ponernos de acuerdo al respecto. Tal parecía que estaba destinado a ver a Cortázar, a encontrármelo, por un azar concurrente, por una casualidad imprevisible o por pura coincidencia de afanes en el terreno político social. Eso correspondía a él y a su obra; lo incondicionado, lo fortuito, determinaban nuestros encuentros y desencuentros. Una cita formal, planificada, oficializada, resultaría probablemente aburrida tanto para él como para mí. El “mágico encuentro” en el Metro de París (siempre lo busqué en el Metro y por eso nunca lo encontré) no podía ser posible; era demasiado literario, imaginable. La trama era otra entre nosotros.

     
       Al cabo de un tiempo, volví a verlo, esta vez en el Palacio de Chaillot, en Trocadero, al final de una lectura de poemas de Saúl Yurkievich. Otra vez, sin quererlo, sin buscarlo, me topaba con el gran escritor argentino, ahora visiblemente afligido por la reciente muerte de su esposa Carol. Me reiteró su interés de reunirnos después de un viaje que iba a realizar en esos días de noviembre de 1982. Luego supe cuáles habían sido las circunstancias del fallecimiento de su compañera y me sentí avergonzado por haberle propuesto imprudentemente que nos reuniéramos, estando él profundamente abatido por una pérdida reciente.

Unos meses más tarde, mientras se celebraban las jornadas nacionales de poesía en Francia, en 1983, el Centro Nacional de Arte y Cultura Georges Pompidou, organizó una lectura de poesía latinoamericana con la participación de Cortázar entre otros. Mi buen amigo y excelente poeta boliviano Eduardo Mitre, me invitó a acompañarlo a la lectura. Tratándose de una actividad donde participaba Cortázar, accedí sin vacilación. Yo había escuchado varios discos donde Cortázar, con su acento francófono, leía algunos textos suyos, pero nunca lo había escuchado en persona. Confieso que fue conmovedora su participación aunque desde el punto de vista estrictamente poético sus textos fueron algo decepcionantes. Cortázar nunca se destacó como poeta propiamente (aunque la poesía asoma en algunas de las más memorables páginas de Rayuela al igual que en muchos otros textos suyos) y su lectura de un poema dedicado a su esposa muerta y de otro dedicado a la Nicaragua sandinista, me pareció matizada de un sentimentalismo bastante ingenuo. No obstante, desde el punto de vista afectivo, transmitió su pena, su dolor frente a la ausencia de la mujer que amaba, y manifestó su entusiasmo, mezcla de esperanza y combatividad, por la Revolución Nicaragüense. Yo había decidido no acercármele otra vez, al finalizar la actividad, porque si algo quería comunicarle sólo podía hacerlo a través de mi obra, es decir, obsequiándole un nuevo libro. Ese era mi mayor tributo y la muestra más elocuente de mi simpatía por él y su obra. Desgraciadamente, tenía una novela, inédita, y por eso no hallaba en realidad ningún motivo válido para volver a abordarlo directamente. Quería poder tener mi primera novela, lista, publicada, para ofrecérsela. Desistí entonces de todo intento de contacto con él hasta tanto no tuviera otro libro que entregarle. Me marché de la lectura convencido de que algún día, en un futuro no muy lejano, podría entregarle un ejemplar de mi próxima obra de carácter narrativo.

En junio de 1983, el Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, celebró su congreso anual en la sede de la UNESCO en París. Como parte de las actividades del congreso, se llevaron a cabo lecturas y charlas de destacados escritores latinoamericanos. En la Maison de l’Amérique Latine, en el Boulevard St. Germain, se celebró una lectura donde participaron la escritora uruguaya Cristina Peri Rossi, Cortázar y el poeta Montes de Oca. Fui a la lectura, en una acogedora y pequeña sala atiborrada de público, y de pie, al fondo, lo escuché leer tres textos suyos, de carácter narrativo, incluyendo uno de su delicioso libro Historia de cronopios y famas. Lo miré, intercambiamos miradas brevemente, me sonrió reconociendo mi presencia entre el nutrido grupo de oyentes. Teniendo la oportunidad, por el reducido espacio de la sala y por la naturaleza íntima de la lectura, de saludarlo y estrecharle la mano, decidí que era mejor esperar al momento cuando tuviera verdaderamente algo que decirle. Salí muy complacido con su lectura, por la frescura infantil que todavía, a pesar de sus 69 años, conservaba.

Una tarde de agosto, particularmente calurosa, me encontraba sentado en la terraza de un café frente al Fontaine des Innocents en el Quartier Les Halles, en pleno centro de París. Tomaba una cerveza y observaba el desfile de gente, la procesión de turistas de todas partes del mundo que para esa fecha invaden la ciudad. Una muchacha se me acercó y me habló en español: “¿Tú no eres Manuel Abreu?”, me preguntó con una duda genuina pintada en su cara. “Sí, por qué”, respondí examinando su rostro. “Tú no te acuerdas de mí pero nos conocimos en el Viejo San Juan hace varios años, en el Bar “El Batey”, yo soy la amiga de Ricardo…” Le dije cortésmente que desde luego que me acordaba (era una muchacha muy guapa) aunque me tomó varios minutos ubicarla. Andaba con una amiga, también puertorriqueña, de viaje por Europa. Fue una sorpresa muy grata y decidí darles un “tour” por el Barrio Latino, como se debe hacer en tales circunstancias. Y una vez salimos de la librería “Shakespeare and Co.” escuché que alguien me llamó, “Manolito”, desde la terraza de un café cercano. Era Manuel Maldonado Denis, el destacado sociólogo puertorriqueño, que estaba acompañado de Juan Manuel García Passalaqua y de sus respectivas esposas. Lo insólito; encontrarse con seis puertorriqueños en las calles de París en una misma tarde, me sucedía por primera vez. Los saludos cordiales, las presentaciones de rigor, y luego fijamos una cita para el día siguiente en su hotel de la rue l’Odéon. Manolín me anuncia que está de paso por París, que viene junto a García Passalaqua de un congreso en España. Me dice que va a ver a Ángel Rama en la tarde y que en la noche ha invitado a cenar a Julio Cortázar, con quien trabó amistad en La Habana en 1965. Quedo generosamente invitado a acompañarlos a ambos compromisos, sin ser capaz de sospechar que esos dos hombres, poco tiempo después, estarían ambos muertos.

Visitamos a Rama, un hombre cordial, intenso, y que lucía algo cansado y enfermo (había sido operado del corazón y expulsado de los Estados Unidos). La conversación fue ágil y amena y se habló de los amigos comunes, del caso del Cerro Maravilla, de las razones de su expulsión arbitraria de los Estados Unidos, de las posibilidades de Puerto Rico de entrar a la UNESCO, entre otros temas. Nos despedimos y yo le prometí que lo llamaría para reunirnos en otra ocasión. Esa reunión no tuvo lugar, aunque sí hablamos por teléfono en dos o tres ocasiones y yo le envié por correo un ejemplar de mi libro de cuentos. Tres meses después, Rama y su esposa Marta Traba, fallecían en un accidente aéreo en Madrid. En el mismo accidente perdía la vida también el conocido escritor peruano Manuel Scorza.

A las siete de la tarde esperábamos a Cortázar en la terraza del café George Killian’s Tavern, frente al hotel donde se hospedaban Maldonado Denis, García Passalaqua y sus respectivas esposas. Yo fui quien primero lo vio venir bajando por la rue de l’Odéon. Le hice una señal con la mano y se acercó lentamente, con su “Le Monde” bajo el brazo, hacia donde estábamos sentados. Después de saludarnos, se sentó al extremo de la mesa, frente a mí. Habló de su salud, de una enfermedad epidérmica que lo aquejaba, de su edad avanzada, como el que empieza a sentir los achaques de la vejez y tiene que acostumbrarse y resignarse. Algunos minutos después llegaron las respectivas esposas de Manolín y García Passalaqua y lo saludaron respetuosamente algo intimidadas, tal vez, por la enorme fama del novelista gigante y barbudo. Cortázar pidió un jugo de tomate y nosotros unos whiskies con hielo, mientras se ultimaban los detalles de su proyectado viaje a Puerto Rico, invitado por la Fundación Ana G. Méndez que García Passalaqua representaba legalmente. Firmó el contrato sin leerlo y se discutió acerca del visado, de los problemas con la aduana norteamericana en San Juan, de las gestiones y trámites que debían hacerse en la Embajada de Estados Unidos en París. Luego él procedió a autografiar, a dedicar algunos ejemplares de sus libros que Maldonado Denis había traído de su habitación en el hotel. Se le entregaron varios libros de literatura puertorriqueña y el libro Puerto Rico: una interpretación histórico-social, del propio Maldonado Denis. Dio las gracias sinceramente y prometió que los leería con mucho gusto.

Yo sugerí el restaurante “La Vagenende”, en el Boulevard St. Germain, que por su decoración “belle epoque”, su buen servicio y sus precios razonables, más la calidad de su cocina, me pareció un lugar ideal para cenar con suficiente calma e intimidad. Y nos dirigimos a pie al restaurante cercano, Manolín y yo escoltándolo, en cierto modo, mientras que el resto del grupo iba un tanto rezagado con la lentitud característica del que no está acostumbrado a un ritmo urbano vertiginoso.

Le dije que había terminado una novela en esos días, mi segunda, y que me sentía bastante satisfecho con los resultados finales. Me preguntó si ya tenía editor para la misma y le respondí que mis amigos en Barcelona iban a ayudarme a publicarla. Tal parecía que él quería ofrecerme su ayuda en ese sentido pero me sentí un tanto avergonzado y le respondí que conseguiría un editor sin problema (no fue así). Hablamos de las novelas extensas, de Terra Nostra de Carlos Fuentes, de esa tendencia actual a la novela voluminosa, de fondo histórico, como El nombre de la rosa de Umberto Eco.

Entramos al restaurante y nos sentamos en una mesa del fondo, a la izquierda. Cortázar se sentó a mi lado, entre la esposa de Manolín, Alma, y yo. Frente a nosotros estaban, de izquierda a derecha, García Passalaqua, su esposa y Manolín. Se ordenaron aperitivos, Vermouth, creo, y se pidió la lista de vinos. Cortázar seleccionó un vino tinto que iba muy bien con el “Faux filet” con papas fritas que había seleccionado. Todos pedimos lo mismo, en su nombre, y la conversación se inició  con una discusión entre Manolín y Juan Manuel acerca de cuál era el mejor hotel de San Juan para hospedar a Cortázar. La decisión, sin duda, estaba entre el Caribe Hilton y El Convento. Luego se evocó la figura mítica de Roberto Clemente y yo hablé de la alienación a través del deporte. Cortázar estuvo de acuerdo conmigo y citó el caso del Mundial de Fútbol en Argentina. La “boricuada”, aquella conversación desabrida, un tanto incoherente y heterogénea (se pasaba de Clemente a la junta militar argentina sin transición) parecía una de esas ensaladas criollas, burundanga tropical y caribeña, que sólo nosotros sabemos apreciar. Se habló de Rayuela, de El libro de Manuel; se hicieron preguntas a propósito de ambas novelas. Él respondió con mucha delicadeza (¡cuántas veces no le habían formulado las mismas preguntas!) demostrando su naturaleza refinada y generosa. A ratos, entre Manolín, Juan Manuel y el que esto escribe, parecía reproducirse algún debate dominical de los de “Cara a cara ante el país” (ante Cortázar en esta ocasión, espectador y moderador al mismo tiempo) por lo indisimulable y vehemente de nuestras divergencias, expresadas con briosa cordialidad, sobre la realidad puertorriqueña. Se habló, a renglón seguido, de Centroamérica, de Nicaragua, de la intervención de los Estados Unidos en la zona, de la posibilidad de una invasión directa a la luz de los acontecimientos en Granada. Él relató alguna que otra anécdota curiosa (en una ocasión, encontrándose en Nuevo México, firmó su autógrafo sobre un billete de un dólar) y yo elogié su trabajo como traductor (sobre todo las traducciones de la obra de Poe, que fueron publicadas en Puerto Rico por primera vez), poco conocido por los allí presentes. La “batalla de la lengua” en Puerto Rico ocupó nuestra atención durante varios minutos. Éramos hispanoparlantes porque habíamos resistido la asimilación lingüística que se nos había impuesto. Yo hablé de Cuba, del español que se habla y se escribe en esa isla, como uno de los más ricos en todo el ámbito hispanófono. Cortázar estuvo de acuerdo y añadió: “Y que tiene su más grande exponente en Lezama Lima”. “Exactamente”, le respondí muy complacido. “Hablaremos de él la próxima vez que nos reunamos, con Saúl”, dijo para terminar.

Había mucha gente en el Boulevard St. Germain esa noche. Caminamos en dirección de Odéon, donde él tomaría el Metro hasta Chateau d’Eau, que era la estación más cercana a su casa en el número 4 de la rue Martel. Yo tenía otra cita esa noche y me despedí con mucha prisa pues ya estaba retrasado. Le di la mano a Manolín, a Cortázar, que me dijo: “Hasta la próxima vez, cuando nos reunamos con Saúl”. Me despedí de Juan Manuel, de las respectivas esposas y agradecí la invitación y la cena y me marché por la callecita St. Gregoire de Tours muy contento, eufórico casi, seguro de que volvería a verlo. Y él entonces se marchó con el último Metro para hacer un trayecto interminable. Y allí, en el Boulevard St. Germain, en la esquina de Odéon, lo vi partir para siempre, una cálida noche de agosto, a la salida de un restaurante donde habíamos cenado junto a otros amigos.





Publicado originalmente en

Revista del Instituto de Cultura Puertorriqueña. Año XXIV, núm. 89, julio-sept 1985. Págs. 57-62