lunes, 27 de abril de 2009

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......Tocaron a mi puerta. Yo estaba sentado, leyendo La vida breve y me levanté molesto. Pero me molesté aun más cuando al levantarme la silla hizo un chirrido. Y es que estaba aborrecido y deprimido, me había desvelado en la noche y tenía, además, un tremendo malestar estomacal, con náuseas.
.....Uff, abrí la puerta. ¿Y quién carajos era? Mi querido cuñado. El estiró la mano para entregarme la novela que le había prestado, Nuestro hombre en la Habana, forzando la sonrisa, mostrando su mascarita de simpatía. Jum, más bien parecía un pendejo estreñido tratando de cagar amabilidad. “Gracias”, fue lo que me dijo, manteniendo esa maldita sonrisa falsa y fría. Yo cogí el libro mirándolo con la única cara que tengo, con mi cara sincera de cínico y aborrecido. Odio usar máscaras y representar algún papel, pero más odio a los que lo hacen. Para eso están los actores, ¿no? “Ok”, le dije, y sentí cómo se dibujaba una pequeña mueca en mi rostro, un aborto de sonrisa. Y cerré la puerta.
.....Me puse a inspeccionar mi libro. Sí, era mi libro, mi Nuestro hombre en la Habana. Pero noté algo. Estaba maltratado. Las páginas estaban estrujadas. Había sido forzado y las páginas estaban sensibles, a punto de desprenderse. “Mierda”, fue lo que dije, y sentí cómo me encendía en furor, cómo crecían en mí deseos de asesinato. Lo que ocurrió con mi libro fue un crimen. Yo soy un solitario, y para un solitario que lee, que leyendo escapa de su insulsa realidad, sus libros lo son todo.
.....Di un suspiro, tratando de serenarme y resignarme. Me senté, abrí La vida breve y continué con mi lectura, tratando de olvidarme de todo. Pero no, era imposible, era víctima de la incomodidad. Trataba de acomodarme en la silla. Movía las piernas, juntando y separando los muslos. Y creo que me fui, pero no en la lectura, sino en un viaje más profundo. Estaba ideando algo… ¿Qué?
.....No pude más. Sentía cómo mi rostro se transformaba completo en una mueca grotesca, diabólica. Me levanté con estrépito, tumbando la silla al suelo. Abrí la puerta, con fuerza, y me dirigí a la cocina. Mis pisadas eran fuertes, quería asegurarme que había un suelo bajo mis pies.
.....Abrí la gaveta. Cogí el cuchillo más grande y filoso que vi. Miré alrededor, a la sala, buscando a mi víctima. Estaba recostado en el sofá. Me dirigí hacia él, que tenía los ojos cerrados, como ya muerto, y le asesté una puñalada en el centro del cuello. En el acto, sentí dibujárseme una mueca de asco en la boca...
.....La sangre salió disparada como un chorro. Luego salió a borbotones. Era espesa y tibia. Mi cuñado, impresionado, abrió los ojos mostrando desespero. Agarró el cuchillo, intentando sacárselo, pero yo se lo hundí con más fuerza. El trataba de respirar. Buscaba el aire. Abría la boca como un pescado fuera del agua, con la misma mirada ida, superficial, de muñeco. Hasta que por fin sus manos dejaron de agarrar el puñal. “Por fin se murió el muy cabrón”, pensé, y me quedé observándolo. Sus ojos quedaron abiertos y redondos; al igual su boca, que estaba manchada con su espesa sangre. Luego, sin inmutarme, fui al baño y me lavé las manos. Me vi en el espejo y me tiré una guiñada. Nunca me había visto tan guapo. Después fui a mi cuarto y continué la lectura de La vida breve, como si nada de nada hubiera pasado.

.....Mientras leía volví en mí. Me di cuenta que tenía sed y fui a la cocina a tomar agua. De camino miré a la sala y vi a mi cuñado recostado en el sofá, inerme, con los ojos abiertos. Cuando me disponía a entrar en la cocina, escuché la voz: “Cuñado, la novela estaba buena”. “Sí”, le contesté, y abrí la nevera para tomar mi agua.

N.O.N.S. / 11 de febrero de 2004

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